La pandemia de la COVID está suponiendo un coste enorme en vidas, recursos y repercusiones sociales y económicas. Toda su gestión está más llena de sombra que de luces, y muchas veces las decisiones se han tomado pensando más en la opinión pública que en su eficacia.

Pese a todo lo que se está diciendo, con los datos en la mano, es imposible negar que es precisamente la investigación y producción farmacéutica la que ha estado por encima de las expectativas.

En un año se han desarrollado vacunas eficaces y seguras para la prevención de la enfermedad. Para conseguir esto se ha tenido que cambiar la forma de desarrollar las vacunas, pasando de una ejecución secuencial de las diferentes etapas a llevarlas a cabo en paralelo, con el fin de reducir el tiempo para su autorización.

También se ha conseguido incrementar el nivel de producción de forma impensable. La gran industria farmacéutica ha anunciado en los últimos días que está en disposición de preparar 12.000 M de dosis anuales, que es lo que se precisa para conseguir la inmunidad de grupo a nivel mundial.

Este número supone triplicar la capacidad mundial de fabricación, y solo ha sido posible mediante un ingente número de acuerdos entre diferentes empresas, incluyendo a los proveedores de las materias primas y a las empresas que aportan sus instalaciones para la fabricación de las nuevas vacunas.

Desde un punto de vista técnico, la industria farmacéutica ya está ofreciendo las herramientas necesarias para luchar de manera efectiva y global contra la pandemia. En esta situación, es sorprendente que se anuncie ahora la posibilidad de liberar o suspender las patentes.

Así, si no se trata de una necesidad técnica, una explicación para la liberalización de las patentes sería traspasar a la industria farmacéutica una parte importante del coste económico que ha supuesto el desarrollo de las vacunas. Tiene poco sentido que este esfuerzo económico recaiga sobre las empresas farmacéuticas y, además, por una imposición no consensuada con ellas. Evidentemente, esto no quiere decir que los precios finales de las vacunas tengan presente las importantes ayudas públicas que han recibido las empresas para el desarrollo de las vacunas.

La confiscación de las patentes, el activo más importante de la industria farmacéutica, rompería el sistema que se ha dado la sociedad para fomentar el avance tecnológico: un monopolio de explotación limitado temporalmente a cambio de hacer públicas, mediante las patentes, las invenciones.

Es cierto que esta medida podría reducir los costes de las vacunas a corto plazo, pero, como dice el refrán, podría ser pan para hoy y hambre para mañana.

Una vez que se produjera la confiscación de estos bienes ¿Qué incentivo tendría la industria farmacéutica para investigar la cura de posibles pandemias nuevas? ¿Qué incentivos tendrían las empresas en continuar la investigación de las nuevas vacunas contra la COVID que ahora están en desarrollo? ¿Qué incentivo tendría la industria en adaptar las vacunas actuales a las posibles nuevas variantes de la COVID que no se prevengan con las formulaciones actuales?

Por otro lado, las patentes sin el know-how asociado no son fáciles de implementar. Forzar a las empresas a entregar su know-how, información no pública, es algo impensable. Y también se precisarían nuevas instalaciones para la fabricación de las vacunas, diferentes de las que en estos momentos ya está utilizando la gran industria farmacéutica o tiene previsto implementar.

En definitiva, una imposición a las farmacéuticas para la cesión de su tecnología a terceros, en lugar de conseguir un acuerdo con ellas, solo supondría un retraso en la capacidad de fabricación actual y posiblemente una disminución en la calidad de las vacunas.

La supuesta liberalización de las patentes supondría un problema en lugar de una solución. En mi opinión, las declaraciones que los gobiernos están haciendo al respecto solo es una cuestión de imagen que finalmente quedará en nada, o muy probablemente en una nueva mancha en la reputación de las empresas farmacéuticas, a las que nadie parece reconocer el mérito del logro del desarrollo y fabricación a gran escala de las vacunas.

Por último, el primer mundo debería hacer un análisis de conciencia. La COVID ha supuesto hasta el momento cerca de 3,5 M de muertos. Según la FAO, el número de muertos anual por hambre se acerca a los 4 M de personas; y, según la OMS, en 2019 murieron 1,4 M de personas por la tuberculosis, una enfermedad que tiene tratamiento con un coste muy bajo. Existen otras muchas enfermedades que matan a cientos de miles de personas, pero que no despiertan interés por su escasa o nula afectación en el primer mundo.

No hay duda de que disponemos de medios para acabar con estas muertes, pero desgraciadamente no hay una voluntad política suficientemente fuerte para conseguirlo. ¿Qué grado de solidaridad ha mostrado Europa o Estados Unidos en el combate contra la COVID cuando en lugar de hacer un plan mundial de actuación parece que se han preocupado mayoritariamente de conseguir vacunas para sus ciudadanos? ¿Cómo podemos pedir solidaridad a la industria farmacéutica si los gobiernos del primer mundo no la tienen con los del tercer mundo? Es una lástima que una iniciativa como COVAX no tenga mucho más soporte por parte de los países más ricos para conseguir una mejor gestión de la pandemia a nivel mundial.

En definitiva, estas declaraciones parecen más una operación de marketing político para esconder fallos en la gestión de la pandemia, que la búsqueda de la solución a un problema.

Bernabé Zea

Partner en ZBM Patents & Trademarks

Miembro del Business Advisory Board de GENESIS Biomed

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