En 1993, Francisco Juan Martínez Mojica puso la primera piedra en el desarrollo de una técnica sencilla, rápida y muy barata de modificación del genoma de los seres vivos, el CRISPR-Cas. Actualmente, esta herramienta se considera ya como revolucionaria, aunque todavía quede mucho por saber y por hacer. De hecho, su aplicación clínica sólo será posible cuando seamos capaces de afrontar una serie de retos de formidable talla. Entre ellos se encuentran muchos retos científicos, pero también otros que cabría adscribir al marco de la ética o el derecho. Y estos son tan importantes o más que los primeros, porque las ciencias sociales suelen ser poco proclives a encontrar soluciones que permitan resolver las discusiones definitivamente. En todo caso, parece que contamos ya con un primer consenso de partida: las intervenciones que afectarán a la descendencia son mucho más polémicas desde un punto de vista ético que las que sólo atañen al sujeto que las requiere (esto es, las que sólo alteran su línea somática). En las modificaciones transmisibles a la descendencia es, por tanto, donde se centra el principal debate ético-jurídico. Aunque conviene, en realidad, distinguir entre retos éticos y problemas jurídicos.

Los retos éticos conocen dos vertientes. De un lado, aquellos que poseen una vigencia temporal precisa. Entre ellos destaca, por ejemplo, la necesidad de controlar la técnica antes de utilizarla en humanos. Esto, en realidad, es una cuestión recurrente en todo avance tecnológico y es obvio que su importancia decae tan pronto como consideramos una técnica lo suficientemente segura. Pero es que determinar el umbral de seguridad adecuado es complejo, lo que provoca que lleguen a producirse respuestas muy diferentes a la misma cuestión en unos países u otros. Por poner un ejemplo, la diferente percepción del riesgo es lo que causará que la producción de alimentos modificados mediante CRISPR conozca mucho mayores trabas en la UE que en EE.UU. o en Japón, sin ir más lejos.

No obstante, hay otros obstáculos éticos que poseen mayor gravedad, en cuanto que no se disolverán por una mejora en las técnicas. Así, podemos pensar en las objeciones que sostienen que aplicar la edición genética nos hará dioses, o que su uso atenta contra la dignidad humana, o que su inevitable generalización conformará un mundo de perfeccionamiento, al estilo GATTACA. Lo curioso es que, analizadas fríamente, ninguna de estas consideraciones resulta particularmente solvente. Así, la idea de que aplicar la edición es sólo una forma absurda de sentirnos amos del mundo olvida que la idea de no aplicarla incurre en el mismo vicio. Lo que nos ha hecho ser dioses es el poder que nos ha conferido el desarrollo de la herramienta. Usarla o no es otra cuestión, una cuestión relacionada con el deber de actuar o de abstenerse. Y tendrá mucho que ver con las circunstancias de cada caso, probablemente. Pero nada que ver con el hecho en sí de jugar a ser dioses.

En cuanto a la apelación a la dignidad, sorprende la facilidad con la que se usa este concepto, pese a su falta de concreción. ¿Implica el respeto a la dignidad humana la necesidad de preservar el genoma tal y como se encuentra ahora mismo? Y, si es así, ¿esto es posible, cuando el genoma es una realidad en perpetuo cambio? Más aún, si hemos de evitar el cambio, ¿esto no implicaría, más bien, una obligación moral de usar CRISPR para revertir mutaciones producidas naturalmente? Preguntas de difícil respuesta, como puede verse. Habrá, claro, quien sostenga que esta interpretación es tendenciosa, porque lo que la dignidad reclama es que no sea el ser humano quien tome decisiones sobre su genoma. Pero, ante esta afirmación es inevitable preguntarse por qué hemos de confiar más en la naturaleza que en la ciencia. ¿No hay un punto de fe en esta idea? ¿No tiene más sentido creer en el ingenio humano que en los secretos mecanismos de una naturaleza que elimina sistemáticamente especies de seres vivos? ¿No parece más ajustado a la idea de dignidad tomar las riendas de nuestro destino que, simplemente, dejar hacer a la “madre naturaleza”? Como se ve, todos los caminos de la dignidad están sembrados de incertidumbre.

Queda, con todo, vigente la apelación a la eugenesia, a la inapelable construcción de un mundo tecnificado. Y es que, como dicen quienes sostienen este argumento, tal vez el uso terapéutico de la edición genética pueda ser aceptable, pero ¿cómo evitar que una vez puesto en práctica, algunos lo empleen para enriquecer su descendencia? ¿Cómo evitar que esto acabe extendiéndose a toda la sociedad?

El problema de esta forma de argumento, del tipo “pendiente resbaladiza”, es que su propia estructura le resta mucha de su fuerza normativa. Y es que si, como se dice, el uso terapéutico de la técnica hará inevitable su uso con fines eugenésicos, y los primeros ensayos clínicos que implican edición genética ya están en curso, entonces no tiene sentido prohibirla. El mal ya está hecho. Si la vuelta a la eugenesia es de verdad inevitable, la apelación a la parálisis no tiene sentido. Y si no lo es, entonces el argumento no es solvente.

Cabe, en suma, concluir que no hay argumentos éticos de solidez suficiente como para oponerse tajantemente al uso terapéutico de la edición genética en humanos. Cosa diferente es su empleo para el perfeccionamiento humano, o la necesidad de ir paso a paso, realizando los ensayos clínicos convenientes antes de su empleo masivo. En esto hemos alcanzado un consenso notable y habrá que velar para que se sostenga en el tiempo.

El campo del Derecho ofrece retos diferentes. Aquí el problema se halla en la existencia de una normativa anticuada, elaborada en los años noventa del pasado siglo, que ofrece más lagunas que certezas al investigador interesado en cumplir con la regulación vigente. En el ámbito UE es difícil hallar muchas normas sobre este tema. El punto 2 del artículo tercero de la Carta de Derechos Fundamentales incluye un rechazo a la eugenesia en general, pero las referencias concretas a la edición genética se limitan a la regulación de los ensayos clínicos y a la que atañe a las patentes biotecnológicas. Así, el artículo 90 del nuevo Reglamento sobre Ensayos Clínicos prohíbe aquellos que produzcan alteraciones en la identidad de la línea germinal del sujeto sobre el que se realizan, mientras que el artículo 6 de la Directiva sobre Patentes Biotecnológicas veta las patentes sobre procesos que modifiquen la identidad de la línea germinal humana. Ahora bien, ¿qué debe interpretarse como tal? ¿Cómo sabemos si un cambio afecta a la identidad germinal de un sujeto o no? Sería sin duda conveniente aclarar este punto.

La situación resulta un tanto diferente en el marco del Consejo de Europa. A este organismo se debe la elaboración del Convenio de Oviedo, marco de referencia en la regulación de la biotecnología y que en España constituye normativa interna desde su ratificación por nuestro país. Su artículo 13 señala que “Únicamente podrá efectuarse una intervención que tenga por objeto modificar el genoma humano por razones preventivas, diagnósticas o terapéuticas y sólo cuando no tenga por finalidad la introducción de una modificación en el genoma de la descendencia”.

El texto citado parece clarificar cuál es la normativa aplicable a la edición genética que afecta a los descendientes. Sin embargo, analizado en profundidad, vuelven a aflorar dudas inquietantes. Para empezar, resulta complejo determinar qué debe entenderse por “descendencia”, ya que el texto no lo aclara. ¿Se ha de considerar como tal a los embriones sobrantes de las técnicas de reproducción humana asistida? Si es así, habría que entender prohibida en España la investigación con CRISPR-Cas sobre embriones. No obstante, el contexto normativo nacional, marcado por la orientación gradualista en la protección de la vida humana que ha desarrollado nuestro Tribunal Constitucional indica lo contrario. Pero, de ser así, sólo estarían prohibidos los usos clínicos de esta técnica, no la investigación básica. Más aún, ¿resultaría permisible una intervención con fines terapéuticos que alterase el genoma de un embrión pero no el genoma humano? Es el caso, por ejemplo, de una modificación de la expresión genética que causa la enfermedad de Huntington encaminada a sustituirla por su versión no patológica. Un cambio de este tipo altera el genoma del embrión, pero no introduce ninguna variante nueva en el reservorio genético humano. ¿Debemos entender, por tanto, que podría estar permitida? El Convenio tampoco lo especifica.

Cabe, por fin, indicar que la normativa de elaboración nacional no aclara estas dudas, sino que las multiplica. El artículo 74 C) a) de la Ley de Investigación Biomédica se limita a reiterar, casi literalmente, lo dispuesto por el Convenio. Sin embargo, el artículo 13 de la Ley de Reproducción Humana Asistida de 2006 autoriza las actuaciones terapéuticas sobre preembriones in vivo o in vitro, previo informe favorable de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida. ¿Proporciona esta cláusula base suficiente para pensar en la realización de intervenciones sobre embriones humanos que vayan más de la mera investigación? De nuevo, es difícil precisarlo.

Nos encontramos, en suma, con un panorama legal poco reconfortante, que merecería modificarse. El carácter de tratado internacional del Convenio, con todo, hará compleja una actuación unilateral de nuestro país en este sentido. Sólo cabe, por tanto, intentar encontrar interpretaciones creativas o, en su defecto, abogar por una revisión general del marco europeo de la regulación de la edición genética humana. Y es que la incertidumbre es, sin duda, una de las peores taras de cualquier sistema jurídico y una de las mayores trabas al desarrollo de la ciencia. Ojalá seamos capaces de acabar pronto con ella.

Iñigo de Miguel Beriain

Grupo de Investigación de la Cátedra de Derecho y Genoma Humano. Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Leioa. IKERBASQUE. Basque Foundation for Science. Bilbao.

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