Las áreas de investigación no se parecen mucho, generalmente. Eficiencia energética, lenguas muertas y fake news no tienen mucho en común, a priori. Tampoco se parecen los recursos que se invierten en petróleo, moda o alfabetización digital. Educación es un tópico recurrente que suele encontrar una financiación creativa y, generalmente, insuficiente, según qué sub-campos: diversidad funcional, recursos abiertos, analítica de aprendizaje, inmersión lingüística, desarrollo de competencias, y un largo etcétera, forman un amplio espectro difícil de abordar sin medios adecuados o con personal distraído con otras lides (e.g. acreditación o bonus por productividad).

Para un desarrollo exitoso de cualquier línea de trabajo se necesita una combinación de fondos, personas, apoyos, redes y un sinfín de elementos adicionales. Uno de los colaterales que resulta imprescindible es la correcta difusión y la promoción de la actividad realizada y a realizar. Hay que escoger bien el producto a vender, ya sea un objetivo, un resultado, un perfil profesional, un logro o cualquier otro resalte que permita dar a conocer y posicionar el trabajo. Y no hay que restringirse únicamente a la capa profesional. Predicar en la comunidad origen del trabajo resulta obligatorio pero obvio. La acción conjunta con la divulgación a público no científico, generalista, resulta vital. La presencia en redes, desde Twitter hasta Facebook pasando por Instagram, Telegram, SkyPe, WhatsApp y tantas otras posibilidades, garantiza un impacto mediático, tan necesario. Por un lado, para conseguir un impacto sensible no sólo entre los colegas de profesión sino más allá, a nivel social. Por otro, para obtener una imagen de marca que apoye la investigación, que permita promocionarla, darla a conocer, que sea popular, dentro y fuera de la institución.

Generalmente, los investigadores miramos con reojo algunas métricas asociadas con nuestra labor. Por ejemplo, el número de artículos publicados en tal o cual índice; o el número de citas sobre trabajos publicados; o el índice relativo de impacto (índice h) de una de esas publicaciones. Habitualmente, nos pegamos por migajas, la verdad. Excepto en materias de gran revuelo (Salud, Ciberseguridad) las citas que se obtienen, por ejemplo el ejemplo de las citas, son escasas. Si una publicación consigue 100 citas en 5 años puede darse por satisfecha. Un perfil profesional con 3.000 citas en 10 años parece un monstruo de la publicación. Si comparamos con algún superventas, tipo Gala, Vargas Llosa, Pérez-Reverte o Dan Brown, nuestros números resultan irrisorios. Sería un buen ejercicio relativizar tanto currículum académico sobre el impacto real que causa. Más aún sobre ciertas redes.

En Twitter, por poner, Taylor Swift cuenta casi cien millones de seguidores y Katt Perry sobrepasa esos cien. Una influencer normalita pasa de 25.000 seguidores. Un actor una presentadora medio conocidos llega al millón. Lo habitual para una universidad de rango medio es celebrar los seguidores de 100 en 100, no de 1.000 en 1.000. Y esta disparidad del calibre es algo a combatir enérgicamente. Debemos aprender de los mejores y, dado que la repercusión mediática y popular de la investigación resulta bastante escasa, debemos revertir este impacto mínimo inmediatamente. Necesitamos un efecto Taylor Swift y pasar de 100 usuarios a 100 millones de usuarios. Debemos llegar, al menos, al nivel de un influencer de nivel 1, y jugar con 25.000 seguidores. Porque no tengo claro de qué servirá publicar decenas de artículos sesudos, con pocas lecturas y pocas referencias entre el público especializado, y con cero conocimiento para el resto de ciudadanos. Más allá de la satisfacción personal y el engorde del currículum, para poco, la verdad. Busquemos esas técnicas que han permiten llegar a la sociedad y comunicar, y utilicémoslas para el bien común. Lo demás, aun siendo necesario, resulta francamente insuficiente.

Daniel Burgos

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