En nuestro blog ya hemos tratado en numerosas ocasiones el tema del estrés y su efecto sobre nuestra salud. Hemos escrito acerca de la influencia del estrés sobre el sistema inmunitario en general y las consecuencias particulares que se pueden derivar, tales como colon irritable, infecciones víricas y envejecimiento entre otras.
En esta entrada en particular vamos a hablar sobre la influencia del estrés sobre el sistema nervioso y hormonal, y las consecuencias que tiene a nivel metabólico e inmunitario (inflammaging e inmunosenescencia) y, por ende, sobre el proceso general de envejecimiento.
“Cualquier situación que lleve a una persona a cuestionarse si tiene la capacidad de hacer frente a la misma (ya sea a nivel físico, mental o psicológico) desencadena algún nivel de respuesta al estrés”.
Como ya hemos descrito en otras ocasiones, el estrés es un acontecimiento normal que todos hemos experimentado en nuestra vida y cuyo desencadenante son diversos factores. Entre estos factores encontramos desde aquellos que suponen una verdadera amenaza para la vida hasta aquellos que, en principio, podemos catalogar como menos dramáticos, tales como exámenes, plazos de entrega en el trabajo, falta de sueño y preocupaciones financieras. Sea cual sea el desencadenante, el organismo genera una respuesta que es beneficiosa si dura poco (eustrés) pero que es perjudicial si se prolonga en el tiempo (distrés).
A continuación, describiremos con un poco de detalle esta respuesta y cómo el estrés crónico termina alterando determinados procesos fisiológicos y por lo tanto puede desencadenar o agravar toda una serie de enfermedades (depresión, ansiedad, enfermedades cardiovasculares, enfermedades autoinmunes, enfermedades neurodegenerativas y cáncer)1 y, en consecuencia, acelerar el proceso natural del envejecimiento.2
En situaciones de estrés (físico, emocional, psicológico), el cuerpo contesta con lo que coloquialmente se conoce como “reacción de lucha o huida” (fight or flight response). Es decir, se prepara para dos situaciones extremas, bien luchar o bien huir.
“La respuesta (normal) al estrés está destinada a desviar, en situaciones de peligro, recursos de funciones que no son cruciales para la vida”.
Esta respuesta al estrés está pensada para ser a corto plazo y adaptativa, y posiblemente le debemos, en parte, estar todavía presentes en la Tierra. Por ejemplo, si el peligro es un tigre queremos que todos los recursos de nuestro cuerpo se centren en huir y no en digerir lo último que hemos comido o en combatir un resfriado.
Ante estas situaciones desafiantes, amenazantes o incontrolables, el cerebro inicia una cascada de eventos que tienen su origen en la amígdala.
La amígdala es una zona del cerebro que contribuye al procesamiento emocional (sensaciones como miedo, ansiedad, amenaza…) y que envía señales al hipotálamo y otras regiones del cerebro. A su vez, el hipotálamo es el centro de mando que controla el resto del cuerpo a través del sistema nervioso simpático.
El sistema nervioso simpático y el sistema nervioso parasimpático son las dos ramas del sistema nervioso autónomo. Esta parte del sistema nervioso (la otra parte es el sistema nervioso somático) se encarga de controlar funciones corporales involuntarias como la digestión, la respiración, la presión arterial, los latidos del corazón y la dilatación o constricción de los vasos sanguíneos… Dentro del sistema nervioso autónomo, el simpático actúa como el acelerador y el parasimpático como el freno.
Una de las primeras señales que envía el hipotálamo a través del sistema nervioso simpático es a las glándulas suprarrenales. Como respuesta estas glándulas secretan adrenalina (epinefrina) al torrente sanguíneo, hecho que provoca toda una serie de cambios fisiológicos entre los que destacan:
“La adrenalina se encarga de inducir cambios fisiológicos destinados a movilizar la energía disponible para huir o luchar”.
Una vez empieza a menguar esta fase inicial liderada por la adrenalina, el hipotálamo activa el segundo componente del sistema de respuesta al estrés, conocido como eje HHA (o HPA por sus sigla en inglés): una red formada por el hipotálamo, la hipófisis y las glándulas suprarrenales. La función de este eje es mantener el “estado de aceleración” a través de determinadas señales hormonales. Es decir, en caso de que la sensación de riesgo y peligro persista, el hipotálamo secreta la hormona liberadora de corticotropina (CRH), que viaja a la hipófisis, donde provoca la liberación de la hormona adrenocorticotrópica (ACTH). A su vez, esta hormona se dirige a las glándulas suprarrenales y las induce a liberar cortisol.
“El cortisol se encarga de mantener el estado de alerta máxima y los procesos fisiológicos activados por la adrenalina”.
Los efectos de esta hormona son, entre otros:
Solo cuando la sensación de amenaza pasa, descienden los niveles de cortisol y el sistema nervioso parasimpático (el “freno”) amortigua la respuesta al estrés. No obstante, el estrés permanente, aunque sea de bajo nivel, mantiene activado el eje HHA, como un motor que está al ralentí durante demasiado tiempo. Esta respuesta inadaptada al estrés se perpetúa con el tiempo y está implicada en los problemas de salud crónicos, entre los que se encuentran el aumento del estrés oxidativo, la inflamación crónica y la inmunosenescencia.
“La respuesta (anormal) al estrés desencadena una respuesta inflamatoria en cascada”.
Entre las dianas de la adrenalina y el cortisol también se encuentran las células del sistema inmunitario que poseen receptores para estas moléculas. Al igual que sobre los otros sistemas y procesos del organismo, el efecto del estrés sobre el sistema inmunitario dependerá de su intensidad y su duración3. En la actualidad, se distinguen tres fases (alarma, resistencia y agotamiento) caracterizadas, sobre todo, por un perfil inflamatorio diferenciado:
“Las citoquinas proinflamatorias suelen hacer su trabajo y luego desaparecer. Pero en casos de estrés crónico, se desregulan y el cuerpo se habitua al estrés. Las citoquinas pueden entonces autoperpetuarse y la inflamación causar efectos nocivos en el organismo”.
Como hemos mencionado anteriormente, la respuesta al estrés moviliza las reservas energéticas del organismo para responder a una situación de amenaza a través de una sorprendente diversidad de cambios metabólicos.
El estrés agudo se asocia con la supresión de la alimentación y la reducción del aumento de peso corporal. La causa detrás de ello son la activación del eje HPA y la secreción de la hormona liberadora de corticotropina (CRH).
Por otro lado, el estrés crónico puede provocar un consumo excesivo de alimentos (especialmente de alimentos apetecibles), un aumento de la adiposidad visceral y un aumento de peso. Estos efectos se explican principalmente por la liberación crónica de adrenalina, glucocorticoides (cortisol) y del neuropéptido Y. Se sabe que estas hormonas pueden reducir a largo plazo la sensibilidad a la insulina y favorecer el desarrollo de obesidad. Estas alteraciones pueden a su vez desencadenar problemas como trastornos lipídicos, diabetes tipo 2, hipertensión arterial, síndrome metabólico y enfermedades coronarias.4,5
La inmunosenescencia es el conjunto de alteraciones, a nivel celular y serológico, que sufre nuestro sistema inmunitario a medida que nos hacemos mayores. Este declive del sistema inmunitario con la edad se refleja en la mayor susceptibilidad a las enfermedades infecciosas, el aumento de la prevalencia del cáncer, las enfermedades autoinmunes y otras enfermedades crónicas. Como hemos visto, el estrés crónico lleva a una desregulación a nivel nervioso, endocrino y metabólico que también afecta al correcto funcionamiento del sistema inmunitario y acelera su envejecimiento. A su vez, la inflamación crónica es causa y consecuencia de la inmunosenescencia.
En resumen, el estrés, una respuesta necesaria para nuestra supervivencia, se vuelve en nuestra contra cuando se convierte en un acompañante permanente. El estrés crónico actúa sobre diversos sistemas y aparatos de nuestro organismo llevando a una desregulación de la homeostasis a todos los niveles y una aceleración del proceso de envejecimiento que se manifiesta principalmente en el consiguiente aumento de la morbilidad y la mortalidad.